Cuando Sam encontró a Ilya
Una tarde cálida aquel 13 de julio de 2015 en San Francisco. En la sala privée del Hotel Rosewood, Elon se quita la careta de Michael Jackson y la deja caer sobre la mesa al sentarse. Ya no podía ni caminar por la calle sin que le reconocieran y menos ahora que era el techboy billionaire favorito de las masas.
—Amado por la gente… un sueño hecho realidad —piensa.
—Fake it ‘til you make it, as always —decía su padre cuando le entregó la maleta con el dinero para hacer su primera empresa. Al principio hasta pensó en llamarla Red Emeralds, en honor al antiguo negocio familiar, pero luego cambió de opinión.
Llamó a la camarera con un ligero gesto de la mano, apenas visible, convencido de que cualquiera a su alrededor estaba pendiente de él. La camarera se acercó rápido y se detuvo a su lado.
—Un capuchino grande —dijo él, buscando su mirada.
Ella anotó la comanda sin levantar la vista.
—¿Algo más, señor? —
—No… de momento—
La observó marcharse tan deprisa como había venido y sintió un pequeño vacío durante un instante. Lo tapó en seguida:
—No sabrá quién soy… no, imposible. Se habrá puesto nerviosa.
Elon se recolocó en la silla cuando Ilya apareció apresurado por la puerta.
—Hola —saludó el ruso mientras le estrechaba la mano con fuerza. —Ya llegan. Me han escrito por WhatsApp.
Se sentaron en la mesita, frente a frente, tan pequeña que les obligaba a hablar en voz baja. Unos metros detrás de Elon, el guardaespaldas del sudafricano escudriñaba la sala una y otra vez, como si en cualquier momento fuera a aparecer una bestia escondida. De fondo, en la pared, colgaban gruesas cortinas rojas de terciopelo matando cualquier sonido rebotado.
Sam llegó en punto. Tan pálido como la careta que Elon metió en el bolsillo un momento antes, Sam acercó, con gesto cansado, una silla de plástico a la mesita y pidió a la camarera un café con leche — “en vaso de cristal, por favor” — y “un pincho de tortilla”.
Tenía, en parte, esa sonrisa zuckerbergiana que distinguía a los “reptilianos” infiltrados en la Tierra. Al menos algunos conspiranoicos decían eso. Aunque también mostraba una faceta muy humana —frágil como una hoja seca en los bosques de su Missouri natal. —Más que hablar, susurraba con voz rasposa, como si el esfuerzo por articular cada palabra le doliera.
—Hmmm… papel de tío enrollado, frágil e intelectual —pensó Elon—. Por un momento recordó a Zuck, que hoy no iba a venir, pero que era el “elefante en la habitación”. Zuck ahora quería ser un bro surfero —le dijo hace poco alguien—, y él, en cambio, se veía como un Bruce Wayne de “altas capacidades” o un Tony Stark o incluso mejor.
Y la gente estaba encantada con él. Era el hombre esforzado, un genio atormentado pero lúcido. El mismísimo Leonardo o Einstein reencarnado, decían los fans; “empastillado”, añadían los pocos críticos que tenía.
Él les iba a llevar hasta Marte, como ya predijo una novela de 1953 escrita por el mismísimo Werner von Braun. Al menos eso les había prometido.
—Es curioso cómo la simulación en la que estamos deja señales de lo que va a ocurrir. Esta reunión era una de ellas —pensó Elon.
Ilya, sin embargo, era muy distinto. Sam le observaba como si no hubiese visto nada parecido en la vida y en parte era verdad. Le hubiese incomodado reconocerlo, pero no podía apartar la vista de su cabeza. —Va de científico loco, obviamente —pensó nada más verlo—. Tiene el pelo como un kiwi. —Ahogó una risilla mientras se saludaban. Le había visto en fotos antes de este encuentro, pero en ellas no tenía esa pinta.
Además de Elon, que ya estaba allí, llegaron doce comensales —posibles futuros socios o empleados—. Era la hora de la cena.
(continuará)

